«Báilame el agua. Úntame
de amor y otras fragancias de tu jardín secreto. Riégame de especias que dejen
mi vida impregnada de tu olor. Sácame de quicio. Llévame a pasear atado con una
correa que apriete demasiado. Hazme sufrir. Aviva las ascuas. Ponme a secar
como un trapo mojado. No desates las cuerdas hasta que sea tarde. Sírveme un
vaso de agua ardiente y bendita que me queme por dentro, que no sea tuya ni
mía, que sea de todos. Líbrame de mi estigma. Llámame tonto. Sacrifica tu
aureola. Perdóname. Olvida todo lo que haya podido decir hasta ahora. No me
arrastres. No me asustes. Vete lejos. Pero no sueltes mi mano. Empecemos de
nuevo. Sangra mi labio con sanguijuelas de colores. Fuma un cigarro para mí.
Traga el humo. Arréglalo y que no vuelva a estropearse. Échalo fuera. Crúzate
conmigo en una autopista a cien por hora. Sueña retorcido. Sueña feliz, que yo
me encargaré de tus enemigos. Dame la llave de tus oídos. Toca mis ojos
abiertos. Nota la textura del calor. Hasta reventar. Sé yo mismo y no te arrepentirás.
¿Por cuánto te vendes? Regálame a tus ídolos. Yo te enviaré a los míos.
Píllate los dedos. Los lameré hasta que no sepan a miel. Hasta que no dejen de
ser miel. Sal, niega todo y después vuelve. Te invito a un café. Caliente,
claro. Y sin azúcar. Sin aliento».
David Valdés, Báilame el agua, 2000.
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