Esta tarde he asistido a un curso sobre Museos y Arquitectura, impartido en el Centro de Estudios de Museología, y he llegado a casa un poco desconcertada. En la ponencia se explicaba la reorganización y nueva museografía del Museo de Almería, un museo que, como el ARQUA de Cartagena o el Arqueológico de Elche, gira en torno a la órbita del MARQ de Alicante: todos ellos antiguos museos de arqueología que han sufrido un proceso de renovación y se han convertido en museos de grandes escenografías que utilizan las nuevas tecnologías para transmitir su mensaje.
Vaya por delante que a mi me encanta este tipo de museo. Hasta hoy creía que eran didácticos, que el visitante terminaba la visita habiendo aprendido algo, por lo fácil que resulta la compresión de un concepto determinado cuando se contextualiza visualmente, especialmente si se hace con la ayuda de las nuevas tecnologías... Y digo hasta hoy porque la ponente ha echado por tierra todas mis teorías en cuestión de una fracción de segundo.
Una de las chicas del público, que forma parte de la plantilla del ARQUA, comentaba que en su museo una de las quejas más recurrentes era que el visitante no llegaba a entender el mensaje que se quería transmitir y preguntaba si en el de Almería ocurría lo mismo. A lo que la representante del Museo de Almería ha contestado que sí, que ocurre, que según las evaluaciones que se hacen periódicamente el visitante sale con los mismos conocimientos con los que entró... pero que sale satisfecho. «No se entera de nada, pero le gusta el museo». Mi reacción casi automática ha sido dar un respingo en la silla. Los museos arqueológicos se han modernizado. Han dejado de ser museos de objetos (donde se exponían sin ningún pudor 1300 fragmentos de silex en una sola vitrina con sus 1300 cartelas identificativas sin más información que sus dimensiones y el lugar de procedencia –una información muy útil para el profesional que esté catalogando e investigando las piezas, pero que poco o nada ayudan al visitante–), para pasar a ser museos de conceptos donde los grandes protagonista son la tecnología y la escenografía... pero en los que el visitante sigue sin entender nada.
Y yo me pregunto, ¿no es ésta la misma crítica que se le hacía al museo tradicional allá por mayo del 68? ¿Es que tanta nueva tecnología nos está haciendo involucionar? ¿O es que, en realidad, el museo no ha cambiado tanto y sólo lo han hecho los medios con los que transmitimos el mismo mensaje? Ninguno, en realidad, salvo para aquél que tenga los conocimientos previos adecuados para entender aquello que se expone.
O no será que estos museos que se crearon a imitación del MARQ de Alicante están haciendo algo mal. O la empresa que los diseño (la misma para los tres museos: Alicante, Almería, Cartagena), o los responsables de planificarlos, o los gestores de las administraciones públicas que deciden crear museos como se asfaltan carreteras... así, sin pensar... En fin, parece que el museo está abocado a volver siempre al mismo punto de partida...
martes, 31 de agosto de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
La vida
«Ya perdoné errores casi imperdonables, traté de sustituir personas insustituibles y olvidar personas inolvidables.
Ya hice cosas por impulso, ya me decepcioné con personas cuando nunca pensé decepcionarme, mas también decepcioné a alguien.
Ya abracé para proteger, ya me reí cuando no podía, ya hice amigos eternos, ya amé y fui amado, pero también fui rechazado. Ya fui amado y no supe amar.
Ya grité y salté de tanta felicidad, ya viví de amor e hice juramentos eternos, pero también “rompí la cara” muchas veces.
Ya lloré escuchando música y viendo fotos, ya llamé solo para escuchar una voz, ya me enamoré por una sonrisa, ya pensé que iba a morir de tanta nostalgia, y tuve miedo de perder a alguien especial (y terminé perdiéndolo) ¡pero sobreviví! ¡Y todavía vivo!
No paso por la vida… y tú tampoco deberías pasar… ¡Vive!
Bueno es ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivir con pasión, perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante».
Charles Chaplin
Ya hice cosas por impulso, ya me decepcioné con personas cuando nunca pensé decepcionarme, mas también decepcioné a alguien.
Ya abracé para proteger, ya me reí cuando no podía, ya hice amigos eternos, ya amé y fui amado, pero también fui rechazado. Ya fui amado y no supe amar.
Ya grité y salté de tanta felicidad, ya viví de amor e hice juramentos eternos, pero también “rompí la cara” muchas veces.
Ya lloré escuchando música y viendo fotos, ya llamé solo para escuchar una voz, ya me enamoré por una sonrisa, ya pensé que iba a morir de tanta nostalgia, y tuve miedo de perder a alguien especial (y terminé perdiéndolo) ¡pero sobreviví! ¡Y todavía vivo!
No paso por la vida… y tú tampoco deberías pasar… ¡Vive!
Bueno es ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivir con pasión, perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante».
Charles Chaplin
London... I love you
Si hay alguna palabra que pueda definir a la ciudad de Londres esa es style. Y, para ser más concreta, old style. Todo en la capital británica rezuma estilo, un estilo antiguo, en cierto modo decadente y en buen grado encantador. Charmy que dirían los ingleses. Desde la imponente arquitectura victoriana que domina la city hasta la escala más doméstica de las casitas de Coven Garden o Notting Hill, todo lleva a envolverte en una burbuja que traspasa el tiempo y te devuelve a otra época... una época en la que Mr. Darcy ha sustituido el té de las cinco por una pinta en un pub.
Y es que ese prototipo de gentlemen que tan bien describió Jane Austen aún se puede ver en las calles de Londres. El britishman por antonomasia, vestido con un abrigo de tres cuartos, guantes y bufanda perfectamente anudada al cuello, educado hasta decir basta y encantador, siempre encantador... Hasta el bombín, ese complemente masculino que yo creía ya formaba parte de las colecciones de los museos y de las películas de época, aún se puede ver en Londres... aunque quizá no sea tan habitual y sólo fue casualidad que los viera porque llegué un 5 de noviembre, día en el que los ingleses celebran no sólo la Bonfire night (la noche de las hogueras, cuando se simula el arresto y la quema de Guy Fawkes, revolucionario que intentó dinamitar el parlamente inglés y que inspiró la serie de cómic V for Vendetta) sino que también honran la memoria de todos aquellos soldados que perdieron su vida en algunas de las guerras en las que se vio envuelta su "graciosa majestad" desde la época de la reina Victoria.
Todo un alarde de virtuosismo unir ambos acontecimientos, todo hay que decirlo, pero un alarde muy elocuente de otra de las características de esta ciudad: la añoranza con la que sus habitantes se aferran al orgullo del imperio británico perdido. No sólo la rotunda arquitectura victoriana es un recuerdo constante del poder colonial que en su día ejercieron. Todos y cada uno de los monumentos y columnas de dimensiones imposibles al más puro estilo romano que decoran imponentes plazas y jardínes, así como los tesoros expoliados a las poblaciones dominadas que custodían sus excelentes museos, así lo atestiguan... Old style, pride... y quizá también algo de prejudice... Volvemos a la misma historia... Volvemos a la literatura.
Y es que es imposible hablar de Londres y no hablar de literatura. Y, especialmente, es imposible no hacerlo sobre uno de sus géneros: el teatro. Conté quince teatros únicamente entre Picadilly Circus, Coven Garden y el Soho. Kevin Spacey, con La herencia del viento; Keira Knightley, con El misántropo; o Jude Law con Hamlet, se atreven a enfrentarse cada noche con un público cuyos genes están ya trenzados con algún soneto de Shakespeare... Y eso es tener mucho valor... Junto a ellos, también el musical, en su espectacular renacimiento, domina la escena y las calles londinense... Los miserables, El fantasma de la ópera, Chicago, Billy Elliot...
Es imposible no perderse entre tantas luces de neón, entre tanto bullicio, entre tanta magia, entre tanto gentleman encantador, entre tanta historia... Es imposible no quedar embelesada por esta ciudad. London, I love you.
Y es que ese prototipo de gentlemen que tan bien describió Jane Austen aún se puede ver en las calles de Londres. El britishman por antonomasia, vestido con un abrigo de tres cuartos, guantes y bufanda perfectamente anudada al cuello, educado hasta decir basta y encantador, siempre encantador... Hasta el bombín, ese complemente masculino que yo creía ya formaba parte de las colecciones de los museos y de las películas de época, aún se puede ver en Londres... aunque quizá no sea tan habitual y sólo fue casualidad que los viera porque llegué un 5 de noviembre, día en el que los ingleses celebran no sólo la Bonfire night (la noche de las hogueras, cuando se simula el arresto y la quema de Guy Fawkes, revolucionario que intentó dinamitar el parlamente inglés y que inspiró la serie de cómic V for Vendetta) sino que también honran la memoria de todos aquellos soldados que perdieron su vida en algunas de las guerras en las que se vio envuelta su "graciosa majestad" desde la época de la reina Victoria.
Todo un alarde de virtuosismo unir ambos acontecimientos, todo hay que decirlo, pero un alarde muy elocuente de otra de las características de esta ciudad: la añoranza con la que sus habitantes se aferran al orgullo del imperio británico perdido. No sólo la rotunda arquitectura victoriana es un recuerdo constante del poder colonial que en su día ejercieron. Todos y cada uno de los monumentos y columnas de dimensiones imposibles al más puro estilo romano que decoran imponentes plazas y jardínes, así como los tesoros expoliados a las poblaciones dominadas que custodían sus excelentes museos, así lo atestiguan... Old style, pride... y quizá también algo de prejudice... Volvemos a la misma historia... Volvemos a la literatura.
Y es que es imposible hablar de Londres y no hablar de literatura. Y, especialmente, es imposible no hacerlo sobre uno de sus géneros: el teatro. Conté quince teatros únicamente entre Picadilly Circus, Coven Garden y el Soho. Kevin Spacey, con La herencia del viento; Keira Knightley, con El misántropo; o Jude Law con Hamlet, se atreven a enfrentarse cada noche con un público cuyos genes están ya trenzados con algún soneto de Shakespeare... Y eso es tener mucho valor... Junto a ellos, también el musical, en su espectacular renacimiento, domina la escena y las calles londinense... Los miserables, El fantasma de la ópera, Chicago, Billy Elliot...
Es imposible no perderse entre tantas luces de neón, entre tanto bullicio, entre tanta magia, entre tanto gentleman encantador, entre tanta historia... Es imposible no quedar embelesada por esta ciudad. London, I love you.
De cine... y otros recuerdos infantiles
«Estaba asustada. Realmente asustada. No había sido una buena idea ir de safari a África y, muchos menos, separarme del campamento. Los extraños sonidos de la selva hicieron que me aterrorizara aún más y, por instinto, salí corriendo. Tropecé con algo que sobresalía del suelo y me caí... y, de pronto, detrás de mí, eschuché el rugido de un león... Grité, grité con todas mis fuerzas pero mis gritos, de repente, quedaron ahogados por el sonido seco de un disparo... De entre la maleza, apareció él...».
Así empezaba la historia que nuestra abuela nos contaba justo antes de dormir, una historia en la que rememoraba cómo había conocido a mi abuelo. Ambos procedían de Cartagena y, al acabar la guerra, se habían instalado en Murcia, donde mi abuelo había abierto un pequeño negocio dedicado a la distribución de películas de la Universal. La oficina estaba situada en la calle San Lorenzo, en un edificio en el que también se encontraba la vivienda familiar. Mi padre cuenta cómo, los domingos, mi abuelo solía reunir a toda la familia en el salón y proyectaba, en una de las grandes paredes blancas de la habitación, las últimas novedades del Hollywood del momento.
Esta afición la heredó mi padre y recuerdo, de pequeñita, cómo en el salón de mi casa quitábamos los Kamarrupas de Vicente Ros de la pared y, mientras nosotras nos arrovillábamos junto a mi madre en un enorme puff blanco, mi padre se peleaba con las bobinas de un enorme proyector y, no sólo veíamos películas, sino también las imágenes que él había captado de nosotras con su Super 8... Y así por la pared del salón de mi casa pasaron el nacimiento de mis hermanas, sus primeros pasos, la primera nevada en Murcia, la crecida del río cada septiembre, el primer bando de la huerta, la primera Semana Santa, los bailes de fin de curso, las comidas familiares... pero también Rita, Marilyn, Audrey, Ava, Elisabeth, Katherine, Grace, Vivianne, Marlon, James, Clarke, Gene, Fred, Chaplin, Buster...
La sesión empezaba con dos gritos de guerra antagónicos: si la película en cuestión era de la Universal, todos gritábamos al unísono «¡¡¡Bien!!!», mientras que si aparecía el León de la Metro, las letras de la Paramount o la United, se debía escuchar un fuerte «¡¡¡puff, la competencia!!!».
Tan naturales y familiares eran para mi todos esos rostros en blanco y negro que, ya en el instituto, mientras mis amigas decoraban sus primeras carpetas con fotografías de los cantantes y actores más conocidos del momento, yo lo hice con los recortes de las estrellas del pasado... carpeta que se hizo inseparable y que me acompañó hasta el final de la carrera... y que aún hoy guarda celosamente mis apuntes de museología.
De todas las películas que pude ver de niña hubo una que realmente me impactó. Fue Mogambo, no sólo porque Ava Gadner está magistral en su interpretación de Honey Beer Kelly, sino por una escena en particular en la que Linda Nordley (Grace Kelly) es salvada por Victor Marswell (Clark Gable) de convertirse en el festín de una enorme pantera negra. La vimos, como no, en el salón de casa, aunque esta vez en la pantalla del televisor. Cuando terminó, le pregunté a mi padre. «Oye... esto... ¿tú sabes como se conocieron los abuelitos...?». «Sí, claro», me respondió él con una sonrisa de oreja a oreja. «Lo han contado mil millones de veces. En un safari por África. El abuelo salvó a la abuela de un león...».
Así empezaba la historia que nuestra abuela nos contaba justo antes de dormir, una historia en la que rememoraba cómo había conocido a mi abuelo. Ambos procedían de Cartagena y, al acabar la guerra, se habían instalado en Murcia, donde mi abuelo había abierto un pequeño negocio dedicado a la distribución de películas de la Universal. La oficina estaba situada en la calle San Lorenzo, en un edificio en el que también se encontraba la vivienda familiar. Mi padre cuenta cómo, los domingos, mi abuelo solía reunir a toda la familia en el salón y proyectaba, en una de las grandes paredes blancas de la habitación, las últimas novedades del Hollywood del momento.
Esta afición la heredó mi padre y recuerdo, de pequeñita, cómo en el salón de mi casa quitábamos los Kamarrupas de Vicente Ros de la pared y, mientras nosotras nos arrovillábamos junto a mi madre en un enorme puff blanco, mi padre se peleaba con las bobinas de un enorme proyector y, no sólo veíamos películas, sino también las imágenes que él había captado de nosotras con su Super 8... Y así por la pared del salón de mi casa pasaron el nacimiento de mis hermanas, sus primeros pasos, la primera nevada en Murcia, la crecida del río cada septiembre, el primer bando de la huerta, la primera Semana Santa, los bailes de fin de curso, las comidas familiares... pero también Rita, Marilyn, Audrey, Ava, Elisabeth, Katherine, Grace, Vivianne, Marlon, James, Clarke, Gene, Fred, Chaplin, Buster...
La sesión empezaba con dos gritos de guerra antagónicos: si la película en cuestión era de la Universal, todos gritábamos al unísono «¡¡¡Bien!!!», mientras que si aparecía el León de la Metro, las letras de la Paramount o la United, se debía escuchar un fuerte «¡¡¡puff, la competencia!!!».
Tan naturales y familiares eran para mi todos esos rostros en blanco y negro que, ya en el instituto, mientras mis amigas decoraban sus primeras carpetas con fotografías de los cantantes y actores más conocidos del momento, yo lo hice con los recortes de las estrellas del pasado... carpeta que se hizo inseparable y que me acompañó hasta el final de la carrera... y que aún hoy guarda celosamente mis apuntes de museología.
De todas las películas que pude ver de niña hubo una que realmente me impactó. Fue Mogambo, no sólo porque Ava Gadner está magistral en su interpretación de Honey Beer Kelly, sino por una escena en particular en la que Linda Nordley (Grace Kelly) es salvada por Victor Marswell (Clark Gable) de convertirse en el festín de una enorme pantera negra. La vimos, como no, en el salón de casa, aunque esta vez en la pantalla del televisor. Cuando terminó, le pregunté a mi padre. «Oye... esto... ¿tú sabes como se conocieron los abuelitos...?». «Sí, claro», me respondió él con una sonrisa de oreja a oreja. «Lo han contado mil millones de veces. En un safari por África. El abuelo salvó a la abuela de un león...».
La invitación
«No me interesa saber a que te dedicas. Quiero saber qué es lo que añoras y si te atreves a soñar o alcanzar lo que tu corazón ansía.
No me interesa saber que edad tienes. Quiero saber si te arriesgarás a parecer una loca por amor, por tus sueños, por la aventura de estar viva.
No me interesa saber que planetas están cuadrando tu luna. Quiero saber si has tocado el centro de tu propia pena. Si has estado abierta a las traiciones de la vida o te has vuelto marchita y cerrada por miedo a más dolor.
Quiero saber si te puedes sentar con dolor, tuyo o mío, sin moverte para esconderlo, diluirlo o arreglarlo. Quiero saber si puedes estar con alegría, tuya o mía, y si puedes danzar libremente y dejar que el éxtasis te llene hasta las puntas de los dedos de tus manos y de los pies, sin advertirnos de ser cuidadosos, ser realistas o recordar las limitaciones de ser humano.
No me interesa si la historia que me estás contando es verdad, quiero saber si puedes desilusionar a otros por ser sincera contigo misma, si puedes resistir la acusación de traición y no traicionar a tu propia alma.
Quiero saber si puedes ser fiel y, por lo tanto, confiable. Quiero saber si puedes ver belleza hasta en los días feos, y si puedes nutrir tu vida desde la presencia de Dios. Quiero saber si puedes vivir con fallos, tuyos y míos, y todavía pararte en la orilla del lago y gritar a la luna llena plateada…¡Sí!
No me interesa saber dónde vives, ni cuánto dinero tienes. Quiero saber si te puedes parar después de una noche de pena y desesperación, débil y moreteado hasta los huesos, y hacer lo que necesita estar hecho para los niños.
No me interesa saber quien eres, ni por qué estás aquí. Quiero saber si te puedes parar en el centro del fuego conmigo sin encogerte. No me interesa dónde, qué, o con quién has estudiado, quiero saber si te sostienes desde adentro cuando todo se cae a tu alrededor.
Quiero saber si puedes estar sola contigo misma y si verdaderamente disfrutas la compañía que mantienes en tus momentos de soledad».
Khalil Gibrán, Líbano 1883-1931.
No me interesa saber que edad tienes. Quiero saber si te arriesgarás a parecer una loca por amor, por tus sueños, por la aventura de estar viva.
No me interesa saber que planetas están cuadrando tu luna. Quiero saber si has tocado el centro de tu propia pena. Si has estado abierta a las traiciones de la vida o te has vuelto marchita y cerrada por miedo a más dolor.
Quiero saber si te puedes sentar con dolor, tuyo o mío, sin moverte para esconderlo, diluirlo o arreglarlo. Quiero saber si puedes estar con alegría, tuya o mía, y si puedes danzar libremente y dejar que el éxtasis te llene hasta las puntas de los dedos de tus manos y de los pies, sin advertirnos de ser cuidadosos, ser realistas o recordar las limitaciones de ser humano.
No me interesa si la historia que me estás contando es verdad, quiero saber si puedes desilusionar a otros por ser sincera contigo misma, si puedes resistir la acusación de traición y no traicionar a tu propia alma.
Quiero saber si puedes ser fiel y, por lo tanto, confiable. Quiero saber si puedes ver belleza hasta en los días feos, y si puedes nutrir tu vida desde la presencia de Dios. Quiero saber si puedes vivir con fallos, tuyos y míos, y todavía pararte en la orilla del lago y gritar a la luna llena plateada…¡Sí!
No me interesa saber dónde vives, ni cuánto dinero tienes. Quiero saber si te puedes parar después de una noche de pena y desesperación, débil y moreteado hasta los huesos, y hacer lo que necesita estar hecho para los niños.
No me interesa saber quien eres, ni por qué estás aquí. Quiero saber si te puedes parar en el centro del fuego conmigo sin encogerte. No me interesa dónde, qué, o con quién has estudiado, quiero saber si te sostienes desde adentro cuando todo se cae a tu alrededor.
Quiero saber si puedes estar sola contigo misma y si verdaderamente disfrutas la compañía que mantienes en tus momentos de soledad».
Khalil Gibrán, Líbano 1883-1931.
Comenzamos de nuevo
No sé si será la superstición o los excesos de la noche anterior lo que hacen del primero del nuevo año uno de esos días “nefastos” en los que lo único que te pide el cuerpo es quedarte tumbada en el sofá y no moverte por miedo a invocar a todos los espíritus de la mala suerte. Sospecho que es más lo segundo que lo primero, del mismo modo que tengo la certeza de que fue lo segundo lo que me llevó a hacer del 1 de enero de 2009 una sucesión de horas en las que me dediqué a analizar cómo habían sido los últimos 365 días.
No soy muy partidaria de hacer listados de propósitos de año nuevo, especialmente porque terminan siendo copias de una lista que elaboraste ni siquiera recuerdas cuándo, a la que vas añadiendo o quitando algún apartado en función de lo entusiasta o no que te hayas despertado ese día. Pero sí soy partidaria de hacer un ejercicio de limpieza mental y anotar todas aquellas sensaciones que me había dejado el año que se acababa, para empezar el nuevo con energías renovadas, me pareció una buena manera de soportar la resaca... Así que el 1 de enero me encontré abriendo el pequeño cuaderno de notas que había comprado algunos días antes y empecé a escribir...
Asi, en 2008, descubrí que el miedo sólo sirve para no dejarte avanzar y el valor que se esconde detrás de la frase “quien no arriesga, no gana”. Descubrí que a veces hay que dejar que las cosas sucedan, sin forzarlas, y al hacerlo descubrí que te perdía. Descubrí la tristeza que acompaña al fracaso después de un largo intento, pero también descubría que la pérdida, a veces, es buena y que las situaciones, cuando cambian, siempre lo hacen a mejor. Entonces fui capaz de descubrirme a mi misma a través de los ojos de otra persona... y desperté del letargo.
Redescubrí la magia que se esconde cuando se descubren las cosas por primera vez y, a través de la risa de un niño, descubrí la importancia de intentar no perder nunca la inocencia.
Descubrí que si buscas, no encuentras y que hay cosas que, por mucho que te empeñes, nunca cambian. Descubrí que quizá allí también reside la magia.
Descubrí nuevos lugares, conocí nuevas personas, redescubrí otros lugares... y otras personas.
Me reafirmé en la idea de que la felicidad está en los pequeños detalles y que tenía por delante otros 365 días para hacer del descubrimiento un lema y del comenzar de nuevo una constante que se repite tantas veces como sean necesarias.
Un poco tarde pero... Feliz año nuevo a todos!
No soy muy partidaria de hacer listados de propósitos de año nuevo, especialmente porque terminan siendo copias de una lista que elaboraste ni siquiera recuerdas cuándo, a la que vas añadiendo o quitando algún apartado en función de lo entusiasta o no que te hayas despertado ese día. Pero sí soy partidaria de hacer un ejercicio de limpieza mental y anotar todas aquellas sensaciones que me había dejado el año que se acababa, para empezar el nuevo con energías renovadas, me pareció una buena manera de soportar la resaca... Así que el 1 de enero me encontré abriendo el pequeño cuaderno de notas que había comprado algunos días antes y empecé a escribir...
Asi, en 2008, descubrí que el miedo sólo sirve para no dejarte avanzar y el valor que se esconde detrás de la frase “quien no arriesga, no gana”. Descubrí que a veces hay que dejar que las cosas sucedan, sin forzarlas, y al hacerlo descubrí que te perdía. Descubrí la tristeza que acompaña al fracaso después de un largo intento, pero también descubría que la pérdida, a veces, es buena y que las situaciones, cuando cambian, siempre lo hacen a mejor. Entonces fui capaz de descubrirme a mi misma a través de los ojos de otra persona... y desperté del letargo.
Redescubrí la magia que se esconde cuando se descubren las cosas por primera vez y, a través de la risa de un niño, descubrí la importancia de intentar no perder nunca la inocencia.
Descubrí que si buscas, no encuentras y que hay cosas que, por mucho que te empeñes, nunca cambian. Descubrí que quizá allí también reside la magia.
Descubrí nuevos lugares, conocí nuevas personas, redescubrí otros lugares... y otras personas.
Me reafirmé en la idea de que la felicidad está en los pequeños detalles y que tenía por delante otros 365 días para hacer del descubrimiento un lema y del comenzar de nuevo una constante que se repite tantas veces como sean necesarias.
Un poco tarde pero... Feliz año nuevo a todos!
A la sombra de Lilith
Esta mañana he empezado a leer A la sombra de Lilith, un librito de Carmen Posadas y Sophie Courgeon que, como reza el resumen de su contraportada, me invita a "un fascinante viaje a través de la historia de las mujeres y su lucha por la igualdad". Sus páginas parten del relato hebreo de Lilith, primera esposa de Adán, una historia que subyace en la mayor parte de los libros de ficción que tratan, de un modo u otro, el tema de la igualdad de género como Las nieblas de Avalon (libro que recomiendo porque parte de la leyenda del rey Arturo pero va más allá y centra su argumento en la lucha que mantuvo el recién nacido cristianismo por imponerse al "paganismo" y, aún más, la lucha casi prehistórica de las sociedades matriarcales contra el patriarcado que acabaría por imponerse); El ocho y El círculo mágico, ambos de Katherine Neville e, incluso, El Código Da Vinci que, aunque sea una bazofia literaria, no deja de tener su interés.
A la sombra de Lilith es un libro que, cosas de la vida, compré en Madrid allá por el año 2004 pero que, hasta hoy y pese a que el tema me interesa enormemente, no había empezado. Las primeras páginas ya prometen y le dedicaré un post entero nada más terminarlo pero, hoy, me gustaría dejar un pequeño fragmento de Virginia Wolf (Una habitación propia, 1928) que me parece muy inspirador y que, creo, define un bien entendido feminismo.
"Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son ya pocos, dada la vastedad y variedad del mundo; ¿cómo nos las arreglaremos pues con uno solo?".
Otra cosa es que entendamos que diferencia sea sinónimo de desigualdad.
A la sombra de Lilith es un libro que, cosas de la vida, compré en Madrid allá por el año 2004 pero que, hasta hoy y pese a que el tema me interesa enormemente, no había empezado. Las primeras páginas ya prometen y le dedicaré un post entero nada más terminarlo pero, hoy, me gustaría dejar un pequeño fragmento de Virginia Wolf (Una habitación propia, 1928) que me parece muy inspirador y que, creo, define un bien entendido feminismo.
"Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son ya pocos, dada la vastedad y variedad del mundo; ¿cómo nos las arreglaremos pues con uno solo?".
Otra cosa es que entendamos que diferencia sea sinónimo de desigualdad.
La carta
Esta noche al llegar a casa he encontrado en el buzón tu carta. Es una de esas cartas que forman parte ya de la memoria colectiva, una carta escrita sobre una mesa de madera antigua –la que tienes en el salón de tu casa de Zeist– en un papel amarillento lleno de tachones que reorganizan tus pensamientos.
Tengo una caja llena de esas cartas que escribiste para mí pero, a diferencia de las anteriores, ésta me ha llevado un tiempo abrirla. Sabía lo que me iba a encontrar. Después de un rato intentando distraer mi mente en otras cosas me he decidido a romper el sobre con matasellos holandés y me he encontrado con esa letra tuya, de poeta, que tan bien conozco… y el sentimiento de pérdida y fracaso ha vuelto a mí… diez meses después…
Tengo una caja llena de esas cartas que escribiste para mí pero, a diferencia de las anteriores, ésta me ha llevado un tiempo abrirla. Sabía lo que me iba a encontrar. Después de un rato intentando distraer mi mente en otras cosas me he decidido a romper el sobre con matasellos holandés y me he encontrado con esa letra tuya, de poeta, que tan bien conozco… y el sentimiento de pérdida y fracaso ha vuelto a mí… diez meses después…
¿Se me ha pasado el arroz?
Una amiga me dijo este verano que le recordaba mucho a Carrie Bradshow, de Sexo en Nueva York. La verdad es que me sorprendió bastante que me lo dijera y, no sé bien si porque todas queremos ser Carrie o porque me pudo más la curiosidad de saber qué rasgos de su personalidad se parecían a los míos, decidí volver a ver la serie. Visionada de nuevo, he de decir que me siento bastante identificada con muchas de las situaciones que le ocurren a Carrie. Con Miranda no tengo nada que ver y confieso que hace un par de meses me acerqué peligrosamente a Samantha. Pero, hoy… hoy, soy Charlotte. Y todo se lo debo a una llamada telefónica. La que hice a una amiga del instituto que acaba de ser mamá, como todas mis amigas del instituto que, o han sido madres, están en proceso de serlo o se han casado y están pensando en esa posibilidad para un futuro no muy lejano. El caso es que estábamos hablando de lo bonita que puede llegar a ser la baba de un bebé cuando, de repente, dijo: “¿Y tú? ¡Qué se te va a pasar el arroz!”… Y ahí quedó la frase… suspendida en el aire.
La gente debería pensar seriamente las preguntas que formula y, especialmente, a quien se las formula porque, a una persona como yo, cuyo deporte favorito es pensar demasiado, el lanzar una cuestión así puede traer como consecuencia toda una noche de insomnio… Y así estuve, hasta las tres de la madruga… cuando recordé un episodio de Sexo en Nueva York en el que Charlotte, histérica, gritaba: “llevo saliendo con chicos desde los 15 años… ¡¿dónde está?!” y otro, de Friends, en el que Rachel celebraba su 30 cumpleaños y hacía una lista de la cosas que aún le quedaban por hacer y, se da cuenta de que, dentro de su planning de vida, tendría que haber conocido al hombre de sus sueños hacía un año…
Así que, entre pensamiento y pensamiento, llegué a la conclusión de que, a mí, se me había pasado el arroz hasta para conocer a la persona adecuada. Pero también pensé que, sí así era, podría convertirme en la tía enrollada de mis sobrinos, en la amiga de mamá, en una buena diseñadora, en una bailaora aficionada de flamenco… en tantas cosas… Entonces me dormí. Y volví a ser Carrie. Otra vez.
La gente debería pensar seriamente las preguntas que formula y, especialmente, a quien se las formula porque, a una persona como yo, cuyo deporte favorito es pensar demasiado, el lanzar una cuestión así puede traer como consecuencia toda una noche de insomnio… Y así estuve, hasta las tres de la madruga… cuando recordé un episodio de Sexo en Nueva York en el que Charlotte, histérica, gritaba: “llevo saliendo con chicos desde los 15 años… ¡¿dónde está?!” y otro, de Friends, en el que Rachel celebraba su 30 cumpleaños y hacía una lista de la cosas que aún le quedaban por hacer y, se da cuenta de que, dentro de su planning de vida, tendría que haber conocido al hombre de sus sueños hacía un año…
Así que, entre pensamiento y pensamiento, llegué a la conclusión de que, a mí, se me había pasado el arroz hasta para conocer a la persona adecuada. Pero también pensé que, sí así era, podría convertirme en la tía enrollada de mis sobrinos, en la amiga de mamá, en una buena diseñadora, en una bailaora aficionada de flamenco… en tantas cosas… Entonces me dormí. Y volví a ser Carrie. Otra vez.
Despertar del letargo
Hay instantes en la vida de una persona que resultan decisivos y cambian por completo su mundo o la percepción que hasta entonces tenía de él. En la mayor parte de los casos esos instantes suelen estar producidos por pequeñas cosas, cosas que pueden resultar insignificantes para quien las mire desde fuera pero que, desde dentro, resultan ser ese sutil soplo de aire que hace que las alas de la mariposa comiencen a producir su efecto.
Para mí ese instante, ese soplo de aire fresco, llegó un viernes por la noche, disfrazado de desconocido… y me despertó del letargo...
Para mí ese instante, ese soplo de aire fresco, llegó un viernes por la noche, disfrazado de desconocido… y me despertó del letargo...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)